domingo, 27 de julio de 2008

Camino o Sendero

La duda es un freno que a veces es difícil de manejar. Tomar la decisión precisa en el momento adecuado no es la tónica de algunas personas. Esta indecisión se debe, en muchos casos, a que ocupamos más tiempo de lo debido en hallar una respuesta. Mientras lo hacemos la oportunidad se va.

Una situación que me hace surgir una pregunta, por lo tanto una duda, es el título de esta idea que surgió no sé como ni porque ¿"Camino o Sendero"? Puede ser una pregunta banal, pero la curiosidad me susurraba una posibilidad de sorpresas, de novedades o simplemente de remover recuerdos olvidados. Al levantar la cabeza, para distraerme del computador, veo el naranjo llenos de frutos, mi mente visualiza paisajes campestres, la brisa juega con sus hojas pero es demasiado suave para jugar con las naranjas. Los bocinazos de la calle interrumpen mi escapada al campo y me trae a la realidad. Sonrio levemente porque aquí tengo algo para seguir con mi pregunta inicial.

Me parece que un camino es algo predestinado para una función; planificado, estudiado, construido con las características necesaria para cumplir esa cometido y, en la mayoría de los casos, también tiene reglamentos que los usuarios deben cumplir. Mientras que el sendero es sólo una huella, a veces imperceptible, hecha en algunos casos al azar, en otros como simples atajos. Es menos llamativo, más agreste, escarpado, imprevisto y menos contaminado.

Encuentro que la vida se parece mucho a estos dos medios de comunicación. Nos enseñaron a transitar por ellos, con muchas reglas, con ciertos cuidados y a veces con miedos. Por instinto buscamos siempre lo más seguro, lo más conocido y que su destino sea parte de algún sueño deseado. No sé en que momento inicié mi camino y en qué momento me pasé al sendero.

Me imagino que el camino comienza cuando nacemos o quizás antes. En mi caso empezó cuando tomé conciencia de algunas cosas; tenía tres años, a esa se edad remontan mis primeros recuerdos: el mar (el Adriatico, que baña las costa de Croacia y las de Italia), el puerto de mi ciudad natal, Pola, avenidas anchas con altísimos edificios, callejuelas, patios interiores y la voz de mi madre que me causaba simultáneamente angustia y bienestar. Supongo que esto se debía porque había adquirido la extraña costumbre de ir al puerto para sacarme la ropa y contemplar como flotaba en el mar, la razón de esto la desconozco. Era el tiempo de la Segunda Guerra Mundial, lo que más recuerdo de ese tiempo son las sirenas que avisaban la llegada de los bombarderos, los refugios subterráneos llenos de humedad donde el llanto y los quejidos contrastaban con risas y cantos. Estos últimos eran alentados por un cura que hacia lo posible para levantar los ánimos y para que los niños no se preocuparan de tanto dolor o de las sacudidas de las bombas que estremecían al subterráneo, un túnel hecho bajo un cerro donde la débil iluminación de algunas lámpara a petróleo lo volvía más tétrico.

Esa época me dejó una sensación de inseguridad y soledad. Esta última debe ser porque al año de edad enfermé de difteria y quedé meses en el hospital. De eso no tengo recuerdos pero sí las salas de hospitales las siento como “parte de mi” y me producen una sensación de desamparo. Creo que fui una niña inquieta, revoltosa, me gustaba jugar con cualquier cosa; después de la guerra los juguetes eran creados solamente por la imaginación y alguna capacidad manual de los padres. Había que arreglárselas como se podía.

El escenario de la postguerra fue diferente; además el mundo empezaba a tener, para mi, otro significado. La falta de alimento y de ropa eran notorias, especialmente en el invierno, lo que me queda en la memoria son los retortijones de estómago que por mucho tiempo me hicieron pensar porqué algunos tenían alimentos y nosotros no. Pero los recuerdos que predominan son los viajes en el norte de Italia que los veía como expediciones en países lejanos donde la gentes nos recibían, algunos con recelos y otros con franca molestia, sólo unos pocos nos tenían consideración. Los paisajes nevados de Bérgamo están todavía en mi retina, el despertar de los “buccaneve”, los almendros en flor son parte de esas primaveras exuberantes, explosivas y excitantes, las añoro enormemente.

Seguí creciendo y seguí caminando. Todavía no surgían las dudas, sólo había que acatar lo que ya estaba planificado. Mi adolescencia la pasé cerca de la Costa Amalfitana. Ahora estaba frente al mar Tirreno (baña las costas del lado de Roma a Nápoles y más al sur). Allí terminé de enamorarme del mar. Ya no era solamente un lugar para sumergirse, zambullirse o nadar. Allí, a mi once años, es donde empecé a apreciar la magia de la imaginación; cómo podía llevarme a lugares que sólo mi mente podía crear y donde nadie podría husmear. Ese mar me pertenecía. Cuando lo volví a ver, después de cuarenta y cinco años, a la altura que volaba el avión, sentí en mi pecho un grito de alegría, el Mediterráneo era oro fundido guardado como tesoro por las costas africanas. Recordé toda la historia estudiada desde los antiguos egipcios, Roma, las Cruzadas; no quise recordar más para no echar a perder ese momento tan esperado en mi vida.

Pero como ocurre a todos los grandes amores, ese mar también me produjo un gran dolor, es el primero que recuerdo haber tenido. En ese entonces tenía once años llenos de inquietudes, pero lo que más sobresalía era el mar. En la mañana se veía quieto, parecía un espejo, su inmobilidad parecía decir: "no me despiertes", cosa que no siempre cumplía porque en esas horas era cuando más se disfrutaba nadar o caminar cien o más metro hacía adentro. Las tardes eran peligrosas, eso lo sabía por las dos insolaciones que me tuvieron muy dolorida por las quemaduras de mi espalda y la temperatura que superaba los cuarenta grados y me hacia delirar. Pero el atardecer era mágico. Buscaba apartarme de mis hermanos y amigos, deseaba estar sola, presentía la incomprensión de ellos con respecto de mi emociones, de mis sueños o simplemente comentar lo hermoso que es un atardecer que se va tiñendo de una gama de colores difíciles de reproducir en un dibujo. No creo que contemplar estas cosas me transformase en algo raro, los grandes siempre se maravillaban de ellas. Esta actitud me tenía totalmente indiferente, lo que pasó ese verano fue lo que me impresionó sobremanera y de alguna forma marcó mi vida. Recuerdo los gritos de algunas personas que pedían ayuda para sacar del agua un cuerpo inconsciente. Era de un hombre, no era joven, pero no podía precisar su edad. Sólo quedé mirando como trataban de reanimarlo; el agua salía de su boca, bajaba por sus ojos inmóbiles sin interrumpir su mirada perdida en un punto lejano, no se movían. Miré a esos ojos hasta que me di cuenta que ellos no me veían y me fui. Me alejé con una sensación extraña. No recuerdo donde fui ni cuanto caminé, pero tenía la impresión que esa escena me acompañaría por cierto tiempo. Esa noche empezó la duda con respecto a la muerte. ¿Qué es la muerte? ¿Dónde vamos cuando morimos?